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COMENTARIOS SOBRE LA ACTUALIDAD DE ARAGON

GLORIA BENDITA!

GLORIA BENDITA!

Creo que se atribuye a Marcial, el poeta de Bílbilis, la frase de que "disfrutar de los recuerdos de la vida es vivir dos veces". Me vais a permitir hoy una pequeña digresión, al margen de esta vorágine de noticias y eventos de carácter político. Os advierto que, quizás, a algunos os pueda parecer una tontería. Puede ser. Contrariamente para mí, supone mucho. Esta es la historia (real) de una lección que me enseñaron de niño sobre la importancia de la lluvia y del agua, que en su día heredé de mi padre y mi abuelo, y que hoy ya he transmitido a la siguiente generación.". Desde el corazón, espero que lo entendáis. Gracias por vuestra comprensión.

"…GLORIA BENDITA…"

Hace algunos días disfruté con mi familia de un maravilloso sendero por un bosque del Pirineo. Nos encanta poder enseñar a nuestros hijos parajes aragoneses, ayudarles a conocer la historia de nuestro Aragón, hacerles partícipes de la misma y, en definitiva, inculcarles el amor por esta tierra. También procuro instruirles en lo importante que es el medio ambiente, el respeto que merece y la necesidad de conservarlo en Aragón o en cualquier otro sitio.

Pues bien, cuando ya habíamos recorrido aproximadamente la mitad de ese sendero montañero (en ese preciso momento en el que el paisaje y el frescor de la montaña provocan que tu mente se desentienda de cualquier otro asunto que no sea la contemplación de la propia montaña) decidimos hacer una pausa para observar, escuchar y sentir la vida del bosque. Y, fue entonces, con las mochilas recién caídas en el suelo, cuando tuvimos la gran suerte de, durante este paréntesis, ser visitados casi inesperadamente (…Oh sorpresa!) por la lluvia: miles de gotas, de forma pausada, se precipitaban sobre nosotros, casi diría yo, con dulzura, acariciando las hojas y las ramas de los árboles, formando alrededor nuestro una partitura musical de ruiditos.

Durante unos minutos fantásticos, los cuatro nos sentimos parte integrante del bosque gracias a la repentina lluvia. Al amparo de un viejo tronco caído (tronco que, tal vez, fuera legendario en su día, quién sabe), permanecimos bajo los impermeables, abrigados por la espesura del bosque, con ese silencio pleno y mágico de estos lugares, roto únicamente por el tac-tac-tac de las goticas de agua dando fin a su largo viaje hasta la superficie. Rodeados por el color ocre y dorado del bosque en otoño, y por el verde-terciopelo de las piedras tapizadas de musgo, nos sentíamos casi invadidos por las fragancias embriagadoras de los árboles y la melodía de la lluvia, en armónica conjunción. El pequeño Jaime buscaba a mamá para acurrucarse más aún, y Chorche se erguía pegado a mi brazo dando muestras de que, a sus cinco años, ya es muy mayor (o, al menos, eso cree él). En este contexto, al acercarme a mis hijos para ajustar sus respectivas capuchas, me quedé contemplando la faz de ambos, y me di cuenta de que la expresión de su cara era idéntica: la mirada perdida en la frondosidad del bosque, muy quietos-muy quietos, ensimismados por el espectáculo que nos regalaba la Naturaleza, con los ojos muy brillantes y sus boquitas entreabiertas, como dos cachorritos asombrados por la magnífica e impresionante exaltación de la Naturaleza que tiene ante ellos, pero a la vez totalmente confiados en la protección segura de sus papás.

Y, lo cierto es que en ese mismo momento, no pude evitar recordar una situación pareja, ocurrida hace treinta años, en la que las sensaciones fueron muy semejantes, y con un diálogo cuyo eco ha recorrido, curiosamente, la distancia de tres décadas

Tenía yo por entonces cinco añicos (efectivamente, ya tengo treinta y cinco). Agarrado a la mano de mi padre, acompañábamos a mi abuelo (mi "yayo", como le llamaba yo con gran cariño y admiración, y como llaman hoy mis chicos a mi padre con los mismos sentimientos) visitando los campos que circundaban su pueblo (Ibdes, una pequeña localidad de la Comarca de la Comunidad de Calatayud). Con la protección de la impresionante iglesia dedicada a San Miguel Arcángel al fondo coronando el pueblo casi indemne al paso de los siglos, yo correteaba por los límites de, creo recordar, una era. La jornada transcurría plácidamente, entre conversaciones de mi padre y mi abuelo sobre dallas y forcachas, comentarios sobre yugadas, zoquetas y fajos de centeno, evocaciones sobre la buena faena del macho Bayo, la mula Castaña, o la mula Perdigana (tardé años en caer en la cuenta de que lo que yo entendía como nombres propios sin más, realmente lo eran respondiendo a sus colores). En estas estábamos cuando de repente nos visitó inesperadamente (…Oh sorpresa!) la lluvia. Cierro los ojos y todavía puedo reproducir en mi cabeza cómo nos resguardamos bajo el pequeño alero de una casa que, por lo que puedo alcanzar en mi memoria, se encontraba anexa a dicha era. Los tres contemplábamos la lluvia, en absoluto silencio. Algunas gotas de lluvia rebeldes lograban superar la protección de ese alero, y chocaban ligeramente con mi cara.

Pasados algunos minutos, me di cuenta de que mi abuelo y mi padre me estaban mirando mientras comentaban jocosamente la pinta que tenía yo: la mirada perdida sobre los campos, muy quieto-muy quieto, "enmimismado" con el fascinante espectáculo que tenía frente a mí, con los ojos muy brillantes y con la boquita entreabierta (¿os suena?).

Ambos volvieron de nuevo a su posición originaria de observación del paisaje en silencio. Recuerdo con gran intensidad sobre todo la figura de mi abuelo, del yayo Manuel: de pie (me parecía un gigante, a pesar de que no era alto), en posición "enjarretada", con su pantalón marrón oscuro y su cinturón, su camisa blanca de mangas largas pero con éstas recogida y dobladas a la altura de sus codos (quizá un poquito más arriba), así como su boina (negra como el tizón, y con ese rabito de tela que la coronaba y que tanto me llamaba la atención) cubriéndole la cabeza. Detrás de mi abuelo, y como un fiel respaldo y seguro discípulo, mi padre, una imagen que incluso de pequeño ya denotaba para mí el tremendo respeto que le profesaba, confirmado todo ello por el tratamiento de "usted" que yo no entendía ("…por qué mi papá debe tratar "de usted" a su papá, y yo que soy su nieto sí lo puedo tratar de tú, o por qué en lugar de papá le llama "padre"?…", me preguntaba). Y yo, unas decenas de centímetros más abajo, cogiendo la mano de mi padre ante el paisaje que se abría frente a nosotros. He ahí a tres generaciones de una familia…a tres "raguillas", como llamaban a nuestra familia en el pueblo.

Aún con la mente ensimismada, en mitad de ese ambiente denso (como si se hubiera parado el tiempo por unos minutos con la humedad, el olor y el color de la lluvia cayendo sobre la tierra) rompí el silencio de aquel momento mágico: "¡Jó papá! ¡cómo llueve! ¡qué rollo!" (mi mente de niño contraponía mi fascinación por la lluvia y el paisaje, con la imposibilidad de corretear libremente por los campos y, lógicamente, pudo más mi deseo infantil de jugar). Me respondió mi abuelo: "…¿La lluvia? La lluvia, hijico, es gloria bendita. No te apures, la lluvia es buena para todo. Hace falta para los campos, para que dé fruto el esfuerzo de tanta gente…No es eso que tú dices…La lluvia es gloria bendita…". El yayo no sabía muy bien qué significaba eso de "rollo" ni, a esas alturas de su vida, le importaba demasiado. Para él rollo (royo) siempre había significado de pelo rubio o pelirrojo (de hecho, yo era su nieto "el royico"); no obstante intuía la nueva acepción.

Yo me quedé perplejo; "… ¿Gloria bendita?…¿Qué es eso?…¿Bendita, ha dicho?…¿dónde está esa gloria que no la veo?…". Y sobre todo, "…¿será posible que el yayo no sepa lo que significa "ser un rollo"?…". Miré a mi padre para buscar en su cara algún gesto de complicidad conmigo y de extrañeza por la respuesta del abuelo. Sí, ese gesto que sin palabras te decía "…Bah, no le hagas caso al yayo, que son cosas suyas…", pero… no lo encontré. Mi padre también seguía mirando al frente, exactamente con el mismo rictus que mi abuelo. Comprendí entonces, como quien hace un gran descubrimiento, que mi padre opinaba igual que el suyo, que los términos "gloria bendita", era algo muy muy muy bueno, y que la lluvia era eso: gloria bendita. Luego recuerdo que recapacitaba en mi mente de niño: "…es verdad, si no lloviera…Menos mal que llueve, y que la lluvia es gloria bendita…". (Bueno, también comprendí que mi abuelo no estaba al tanto de los últimos giros lingüísticos de moda en aquel momento, pero, eso es harina de otro costal). Y así, cuando escampó, nos fuimos de vuelta a la casa, alcorzando donde nos esperaba una fritada con zoquetes de pan, al estilo de la que hacía la yaya Luisa ( que "se había ido al cielo" el año anterior, según me dijeron entonces).

Hoy, treinta años después, mi abuelo (mi querido yayo Manuel, "el raguilla", como le gustaba que le llamasen) ya no está con nosotros. Hace varios años que decidió acompañar a la yaya Luisa. En la actualidad, "el yayo", es mi padre. El raguillica royico de cinco años que aprendió esa lección sobre lo importante que era la lluvia, se ha convertido en el padre, y los nuevos raguillicas (también royicos) que se asombran con los bosques, las tormentas y la lluvia son mis chicos Chorche y Jaime. Dicen que los tiempos cambian, y es verdad. Pero hay cosas que permanecen. Cosas que no pueden ni deben cambiar como esta enseñanza familiar que, espero, mis hijos sepan trasladar a los suyos. Una enseñanza simple, pero qué importante a la vez. Así lo hicieron conmigo… y así lo hice yo el otro día: Chorche, mi hijo mayor, con cinco añicos, estaba un poco enfurruñado porque, a pesar de la admiración que le ocasionaba la lluvia, ésta le impedía recorrer el bosque como él quería (buscando setas, y huellas de animales). Y lógicamente, también a él le pudo más su visión infantil por jugar y curiosear: "¡Jó papá! ¡cómo llueve! ¡qué rollo!". La respuesta no tardó en llegar por mi parte: "…¿La lluvia?…La lluvia es gloria bendita, Chorche… La lluvia es gloria bendita…". Como me ocurriera a mí hace treinta años, la perplejidad en la cara de mi hijo mayor revelaba claramente, estoy seguro, que en su cabecita colmada de Pokemons y Digimons, se estaba preguntado: "…¿Gloria bendita? Pero, ¿qué es eso de la "gloria bendita"?…". Con una sonrisa dibujada en mi cara, habiendo amainado ya, seguimos nuestro sendero montañero camino de la Fuen d’os Forestals, mientras me rondaba por la mente que tal vez, dentro de treinta añadas sea yo el yayo, mis hijos los padres, y quizás otro/a raguillica (royico/a , o tal vez morenico/a) se asombre con las montañas y la lluvia…y con las frases raras de su yayo).

Por cierto…¿sería mi abuelo también en su día el nieto extrañado por esas palabras raras de su yayo?

Un besico, yayos, allá donde estéis.

*Nota de la foto: la fotografía que os adjunto es una de las más queridas que poseo. En ella, se ven, en la puerta de la Casa, a mis abuelos (Luisa y Manuel, mis "yayos"; la yaya fallecería al año siguiente). Frente a ellos, mi padre (qué joven!), y yo de su mano. Con nosotros, la mula Castaña (sujeta por mi abuelo) y el macho Bayo, preparados para salir al campo.

 

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